
En Gaza se encarna y sintetiza la historia de las civilizaciones ya que a Occidente le parece que ser civilizado es ingresar con tropas por placer a otro país para incinerar a sus habitantes, preferentemente niños de salas cunas y guarderías, a fin de apropiarse de la tierra y los recursos de sus ancestros.
La invasión a Gaza es la negación del acumulado espiritual y cultural de las edades humanas, suponiendo que el mundo ha tomado nota de los valores en que se han traducido sus observaciones y sus reflexiones sobre nuestra prolongada estancia en la tierra.
Los pueblos siempre están resistiendo al invasor. Los invasores, mientras saquean, están pensando en nuevas tierras y riquezas, como sucedía en la comunidad primitiva, cuando clanes bárbaros acechaban la recolección de las cosechas para arruinar la fiesta de otros clanes y despojarlos del fruto de su trabajo.
Los poderosos siempre quieren truncar la masiva celebración, la felicidad de los trabajadores que han creado toda riqueza visible e invisible, de los campesinos que han sembrado las tierras y recogido los frutos de la historia.
De esta manera la pulsión del mal persiste y prevalece. Es a través de la violencia que una inclinación bestial se convierte en ley del despojo y aniquilación que victimiza y sacrifica a nuevos pueblos en el altar de la hecatombe, ante la pasiva complicidad del mundo.
La barbarie configura la cotidianidad de la muerte, que los pueblos ya no aceptan, y contra ella van, una y otra vez a la lucha, a la resistencia, al sacrificio, y eso es la poesía. En Gaza se revela la gran poesía del mundo.
Es la misma escena transpuesta en todas las tierras, en todos los tiempos: los actos opresores se repiten, pero también se reitera la resistencia indomable, la dignidad de la existencia, la magna expresión de la poesía que es la lucha de los pueblos desde siempre.
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